En la bombardeada Bajmut solo queda acostumbrarse a la muerte o huir
"Ocurrió sin más, un día nos acostumbramos", explica Serguii en Bajmut, ciudad del este de Ucrania bombardeada por Rusia desde hace meses, sin mirar hacia arriba incluso cuando una salva de misiles Grad le pasa por encima.
En la acera mojada, mezclada con las hojas de otoño, aún puede verse la sangre fresca de su vecino, una de las siete víctimas mortales del bombardeo de la víspera.
"Al principio, cada 'bum' nos daba miedo, pero nos hemos acostumbrado", dice el hombre en pantuflas y chándal.
Han pasado cuatro meses desde que este pequeño pueblo minero del este de Ucrania quedó destrozado por el enfrentamiento entre tropas ucranianas y rusas.
Esta batalla es una de las más largas desde que comenzó la guerra en febrero.
En Bajmut, sobre la que el ejército ruso -ayudado por los mercenarios del grupo paramilitar Wagner- presiona a diario, los últimos habitantes se han habituado a la muerte.
En escenas surrealistas, puede ver a ancianos pedaleando tranquilamente en bicicleta bajo los bombardeos o niños en patinete sobre aceras que tiemblan por los ataques.
En este pueblo fantasma privado de luz, agua y teléfono, grupos de supervivientes, vestidos día y noche con sus ropas de invierno, se ocupan principalmente de cortar leña para calentarse y cocinar juntos al pie de las rejas de los edificios.
Pese a ello, cuando un disparo de mortero estalló el lunes en la fachada de una de las construcciones en el suroeste de la ciudad, Serguii corrió con otros vecinos a refugiarse bajo un porche.
- "Ya no puedo quedarme" -
Pero hay lugareños que ya ni se molestan.
"Salimos y vimos a ese hombre, tirado aquí, con el pecho abierto y sin cabeza. Ni siquiera podemos saber quién era, estaba allí como un pedazo de carne", continuó con frialdad el hombre de 56 años, que no quiere dar su apellido.
"Cuidado, esto está lleno de cristales", guía con voz temblorosa Zoya Timoshenka, de 73 años, a su apartamento en el primer piso del edificio afectado.
Las hermosas cortinas bordadas enmarcan ahora un cuadrado de vacío por donde pasa el viento helado y la llovizna.
"Con lo que ocurrió ayer, este hombre muerto abajo, ya no puedo quedarme más", dice su nuera, Natalia Timoshenka, de 48 años, quien ha venido a recoger a Zoya y algunas cosas antes de que llegue el autobús que las evacuará a Dnipro.
"Aquí, si nos quedamos, no hay 36.000 opciones: o nos entierran bajo los escombros, o perdemos un brazo o una pierna, o morimos", dice Timoshenka antes de entrar precipitadamente, con su vida entera en tres bolsas de la compra, en el vehículo amarillo que había venido a sacarlas de este infierno.
R.Altobelli--BD